Bailaba. Las luces titilaban en zigzag. No era mi mejor
pieza, pero ahí estaba, al frente de todos, en medio de círculos y vueltas.
Salsear había sido una habilidad ganada en el segundo piso de la casa de mi
abuela, específicamente en la sala que nadie usaba. Mi prima mayor me enseñó,
era un paso para la derecha luego juntas los pies, pisas y al otro lado. No era
buena. Pero cuando empecé a ir a los quinceañeros descubrí que si sabías un par
de trucos podías impresionar a quien quisieras, y si encontrabas a alguien que
bailara bien, impresionabas a todos, hacían una ronda, te daban espacio. Eso
era lo que más me gustaba: en un lugar lleno de gente, si tú sabías bailar te
abrían paso y podías ser libre en movimiento, extender los brazos, alejarte y
acercarte, respirar.
Esa vez estaba yo bailando. La salsa tiene un
momento en que la entiendes. Cuando eso pasa puedes mover los pies por donde
quieras, ir para adelante, para atrás, para un costado, dar la vuelta al revés.
Y si tienes a alguien que se deje llevar o alguien que te lleve bien - como
debe ser - dos personas pueden ocupar todo el salón. Nunca la llegué a entender
en los quinceañeros, pero la entendí en la universidad, quería bailar bonito en
pareja. Mi mamá me había contado cómo mis abuelos bailaban bolero y yo quería
tener una música también para bailar de a dos. Las parejas no funcionaron, pero
entender la salsa sirvió cuando entré a Facultad. Ciencias Sociales era un
mundo salsero, de chelas y de estudiantes y profesores que bailaban, y a mi me
encantaba. La entendí pero nunca llevé clases, es parte de mi rebeldía
autodidacta, no me gusta que me enseñen cómo hacer las cosas. Me resisto. Soy
un muro.
Y en medio del baile la vi. De pronto. Una
pausa en la tira de rostros movidos que se arrastran en halos cuando giras muy
rápido. La vi. Y no era sencillo, estaba al medio de gente, palabras y risas.
Cuando bailas, depende con quien bailas - a mi me pasa - miras la cara de todos
al rededor: a quién le pasa qué, quien conversa con quien, cuántas y cuántos
caerán esa noche, y quién no caerá o no caerá nunca. Yo estaba bailando mirando
el panorama y la vista se me quedó en su sitio, el lugar de ella, se me fue la
cabeza, y luego el cuello, luego los brazos, el dorso y las piernas. Los pies
sueltos seguían dando vueltas en la pista.
Entonces vi que me miraba el baile. Ahí uno
deja de bailar de a dos y empieza el baile de la distancia. Un paso, dos pasos,
una vuelta genial. Y mi pareja de baile me decía que le encantaba bailar
conmigo. Y yo nada, seguro que también. Mirar nunca es tan importante como ser
mirado. Los pies no se enredan, no puedes enredarte, así estés todo enredado
por dentro. Porque te están viendo y te gusta, te gusta que te miren. Sus ojos
grandes me veían como si la gente, las palabras y las risas no importaran. A
ella la había visto antes, un par de veces. No había duda.
El baile paró. Me sonrió. Le sonreí de lado.
se puso de pie
caminó como si el mundo fuera suyo
me traspasó
y siguió por el pasillo largo
bajando un par de escaleras cortas.
Y vi cómo la seguí. Para eso servían tantos
años de baile. Corrí detrás de ella hasta el cuarto de baño y esperé
impaciente que todos se fueran, le cogí de las manos - mi mejor truco, uno que
no es de salsa - vi como cerré la puerta, y me quedaba inmóvil esperando.
Entonces ella venía, y me sonreía de cerca, tiraba la cabeza para atrás, ponía
el dedo índice en mi hombro, y mientras me plantaba un beso firme, de los que
no dudan nunca, el dedo bajaba uno, dos, tres, cuatro, diez pulgadas por mi
brazo, y acababa en mi mano, con el truco al revés, en su propia trampa. Sabía
lo que hacía. Yo también. Entonces bailas salsa en tu mente. Escuchas a Niche
de soundtrack. Una aventura, un reloj, reventamos estamos que reventamos /
cada vez que de frente nos miramos / y los pies bajo la mesa nos tocamos / y un
beso robado queda siempre como adiós. Escuchas las gotas del lavado caer
despacio, sin respiración. Intensamente. Suavemente. Lo vi. Mi cabeza lo vio
así.
Pero no. Habían dado las 2:47 a.m. cuando ella, haciendo un
ademán con su cabello ensortijado, me había visto bailando, me había sonreído,
se había parado, y había caminado por el pasillo largo, bajado las escaleras, y
nunca había ido al baño. Había salido del bar y subido a un carro rojo de un
hombre alto y amable. Sonreí. Me encogí de hombros. Ya iban a poner otra salsa
en el salón. La historia podía empezar de nuevo.
Mujer noche
te volveré a buscar
entre sueños te convertí en amanecer