Verde. Vapor
caliente. Humedad distinta. Eso sentí. Era como Iquitos al bajar del avión,
plano. Plano con árboles. Durante todo el trayecto estuve en compañía. Nos
habíamos reído sin parar y con una risa cómplice de cuando empieza una aventura
distinta. Estábamos haciendo bien. No le habíamos dicho a nadie.
Se había
levantado temprano. Yo también. Se había puesto sus zapatos preferidos. Yo
también. Se había bañado con agua caliente por una hora. Yo no. Me bastaban 10
minutos. Nos habíamos ido al aeropuerto y nos habíamos visto adentro, al fondo,
en el gate, justo antes de que el avión parta. Le vi de lejos, me saludó, y había
una angustia; no por partir, sino porque se me había ocurrido llegar un poco
tarde. No se había acostumbrado a esos exabruptos míos aún, y a mi, a veces, se
me ocurre despreocuparme de cosas importantes y otras veces me aferro a la
preocupación de aquellas sin importancia. Subimos. Era emocionante.
Cuando uno
está en un avión siempre prefiere mirar a las nubes a menos que esté enamorado.
Esta vez incluso no noté las ventanas. Pero así como con el fútbol, uno puede
amar mucho pero no perderse el gol del partido. Volví a ver la ventana cuando
aterrizábamos porque tengo una grata curiosidad por los bosques frondosos
vistos desde el aire. Le enseñé mi secreta admiración.
Nos
terminamos hospedando cerca a un río grande. El calor abrasador del verano
hacía que sea la ubicación perfecta para tener un poco de fresco al medio día,
justo en ese momento, cuando el sol se pone jodido. Además podíamos bajar al
río, bañarnos en una piscina natural, bañarnos en una piscina falsa, descansar
en las hamacas, comer al natural, tomarnos un trago, hacer el amor con las
ventanas abiertas, cantar luego con la guitarra, y por su puesto, hablar con
los lugareños sobre los problemas que tenían en sus familias.
Si, esto
último es particular, pero a veces pasa. Bueno, la del anécdota no fui yo. Creo
que le pasa porque luce amable, o porque a veces, si le permite su humildad,
desprende un impulso luminoso que luego no sabemos como apagarlo, nos tiene
locos, a todos prendados. Me hace acordar a esa película
de Juan José Campanella cuando Nino Belbedere (Hector Alterio) cuenta sobre su
esposa Norma y explica cómo ella atendía en el restaurante y cómo él la sentía:
"Entonces ella les pedía que la siguieran, que los iba a llevar a la mejor
mesa, eso se lo decía a todo el mundo. Y todos se lo creían, porque si ella
decía que te llevaba a la mejor mesa, era la mejor mesa.". Así me
pasa, por eso le buscan. Siempre los lleva a la mejor mesa. Hasta ahora es
difícil comprender cómo le tengo conmigo. Seguro también a veces prendo un
cartel luminoso.
Yo,
hasta que le conocí, pensaba que Gabriel García Márquez sólo tenía una
gran imaginación. Que el boom latinoamericano tenía que ver con el
re-descubrimiento de nuevos lugares y nuevas tierras. Con la exploración de las
selvas y las montañas, las nuevas y curiosas idiosincracias y culturas, vestiduras,
movimientos y creencias, miedos y obscuridades. El afán de darles valor, de
saber que el mundo estaba encantado, era mágico, aún podía seguir siendo nuevo.
Esos eran los referentes. Pensaba en la imposibilidad de recobrar ese
momento, eran otros tiempos. De cómo ahora había información desbordante
incluso de lo mágico. Incluso lo mágico no se conocía tanto a sí mismo hasta
que llego la marea de información. Era imposible no ser duros y fríos al
escribir. Estaban de moda los cuentos de crímenes, la vida en las periferias,
las conspiraciones, el realismo desgarrador. Pero me había equivocado
terriblemente.
Resulta que
era enero, que estábamos en la ciudad verde y plana, que estábamos al medio de
ríos con música tropical salsa, que la arena de río y sus playas eran
gruesas y oscuras, que crecía un cacao extraordinario, que también habían murales, que había
incluso internet, cocineros, carretera, que lo sabíamos todo o que todo lo
podíamos buscar. Resulta que ya no era tan temprano, apenas oscurecía, que nos
tapaban árboles gigantes, que al frente nuestro habían unas montañas que nos
miraban de noche, que estábamos bajando hacia el cuarto al lado del río,
que abajo de nuestros pies las piedras eran las únicas que lograban enfriar el
cuerpo sofocado, que los insectos caminaban a nuestros ritmos. Resulta
que los pastos se erizaban, que nuestros cuentos de cronopios bailaban con
nosotros, que las famas tomaban un baño, que las esperanzas arreglaban nuestros
cuartos, que el señor del mostrador había ido a tomar un refresco y Lucho,
el del taxi, se encontraba doblando una esquina de la Plaza de
Armas.
Resulta que
fue ahí. Fue ahí que a un viento fuerte se le ocurrió pasar entre las montañas,
entre los botes, entre el taxi de Lucho y recorrió el río, la carretera,
agarró fuerza en las pendientes, los rápidos y las caídas de agua. Y
cuando llegó a nuestro refugio chocó contra los gigantes maderos, remeció
sus hojas, hizo que sonaran como truenos, el cielo se hizo un poco oscuro, las
aguas dejaron de correr por los canales y se ocultaron. Entonces, en
breves segundos después de tal maretazo de aires, los mangos empezaron a
caer. Los mangos golpearon el suelo, sin importarles si
habían transeúntes. Se mezclaron con el viento y luego bailaron con el
agua. Llovían mangos, llovían mangos y agua, llovían mangos, agua, truenos y
rayos. Siempre con mangos.
Primero nos
refugiamos arriba y luego, esquivando el granizo dulce, nos hicimos paso hasta
la habitación. Nos metimos a la cama mientras seguíamos escuchando como
los mangos caían al techo, al camino, al río y rodaban por los montes. Inventé
la historia de cómo los mangos alimentaban a los pueblos de las orillas de los
ríos, y cómo sus aromas se desprendían y hacían que todos tengamos una
textura y sabor meloso. Me inventé como el río subía y llegaba hasta
el cuarto y cómo terminábamos al medio de las aguas, en un naufragio terrible
y dulce. Inventé cómo el cielo nos iluminaba la noche de lluvia de mangos y
como yo me escondía abajo de la sábana porque tenía miedo de tanta luz.
Al
despertar, seguíamos en el mismo cuarto. No nos habíamos inundado, ni los
mangos roto el techo. Estábamos bien, a salvo, calientes como el aire, fresco
luego de la lluvia. Estábamos mejor. Salimos, cogimos la fruta al paso y la
llevamos al desayuno. Nos miramos, con la misma sonrisa cómplice del avión, y
dos mangos cayeron y rodaron a nuestros sitios. Había sido cierto, había sido
sorprendente, no era una historia de las ciudades ocultas de Colombia. Era una historia
viva, sin libro, sin escritura. Tenía, además, mucho sentido. A Gabriel García
Marquez le hubiera gustado verlo, no tengo duda que le pasaron cosas así. Pero
algo era cierto, o el mundo estaba encantado aún, o habíamos sido nosotros
a quiénes nos había acompañado el encantamiento. No lo sé. Pelamos la
fruta, comimos, la lluvia de mangos nos acompañó a donde fuimos. A los pocos
días tomamos el avión de vuelta.
Es curioso,
cuando nos conocimos y empezamos a salir, un día me preguntó a qué sabía, y yo,
sonrientemente, le había dicho que sabía a mango.