martes, 12 de julio de 2016

11.17 pm Viaje uno

Verde. Vapor caliente. Humedad distinta. Eso sentí. Era como Iquitos al bajar del avión, plano. Plano con árboles. Durante todo el trayecto estuve en compañía. Nos habíamos reído sin parar y con una risa cómplice de cuando empieza una aventura distinta. Estábamos haciendo bien. No le habíamos dicho a nadie.

Se había levantado temprano. Yo también. Se había puesto sus zapatos preferidos. Yo también. Se había bañado con agua caliente por una hora. Yo no. Me bastaban 10 minutos. Nos habíamos ido al aeropuerto y nos habíamos visto adentro, al fondo, en el gate, justo antes de que el avión parta. Le vi de lejos, me saludó, y había una angustia; no por partir, sino porque se me había ocurrido llegar un poco tarde. No se había acostumbrado a esos exabruptos míos aún, y a mi, a veces, se me ocurre despreocuparme de cosas importantes y otras veces me aferro a la preocupación de aquellas sin importancia. Subimos. Era emocionante.

Cuando uno está en un avión siempre prefiere mirar a las nubes a menos que esté enamorado. Esta vez incluso no noté las ventanas. Pero así como con el fútbol, uno puede amar mucho pero no perderse el gol del partido. Volví a ver la ventana cuando aterrizábamos porque tengo una grata curiosidad por los bosques frondosos vistos desde el aire. Le enseñé mi secreta admiración.

Nos terminamos hospedando cerca a un río grande. El calor abrasador del verano hacía que sea la ubicación perfecta para tener un poco de fresco al medio día, justo en ese momento, cuando el sol se pone jodido. Además podíamos bajar al río, bañarnos en una piscina natural, bañarnos en una piscina falsa, descansar en las hamacas, comer al natural, tomarnos un trago, hacer el amor con las ventanas abiertas, cantar luego con la guitarra, y por su puesto, hablar con los lugareños sobre los problemas que tenían en sus familias.

Si, esto último es particular, pero a veces pasa. Bueno, la del anécdota no fui yo. Creo que le pasa porque luce amable, o porque a veces, si le permite su humildad, desprende un impulso luminoso que luego no sabemos como apagarlo, nos tiene locos, a todos prendados. Me hace acordar a esa película de Juan José Campanella cuando Nino Belbedere (Hector Alterio) cuenta sobre su esposa Norma y explica cómo ella atendía en el restaurante y cómo él la sentía: "Entonces ella les pedía que la siguieran, que los iba a llevar a la mejor mesa, eso se lo decía a todo el mundo. Y todos se lo creían, porque si ella decía que te llevaba a la mejor mesa, era la mejor mesa.". Así me pasa, por eso le buscan. Siempre los lleva a la mejor mesa. Hasta ahora es difícil comprender cómo le tengo conmigo. Seguro también a veces prendo un cartel luminoso. 

Yo, hasta que le conocí, pensaba que Gabriel García Márquez sólo tenía una gran imaginación. Que el boom latinoamericano tenía que ver con el re-descubrimiento de nuevos lugares y nuevas tierras. Con la exploración de las selvas y las montañas, las nuevas y curiosas idiosincracias y culturas, vestiduras, movimientos y creencias, miedos y obscuridades. El afán de darles valor, de saber que el mundo estaba encantado, era mágico, aún podía seguir siendo nuevo. Esos eran los referentes. Pensaba en la imposibilidad de recobrar ese momento, eran otros tiempos. De cómo ahora había información desbordante incluso de lo mágico. Incluso lo mágico no se conocía tanto a sí mismo hasta que llego la marea de información. Era imposible no ser duros y fríos al escribir. Estaban de moda los cuentos de crímenes, la vida en las periferias, las conspiraciones, el realismo desgarrador. Pero me había equivocado terriblemente. 


Resulta que era enero, que estábamos en la ciudad verde y plana, que estábamos al medio de ríos con música tropical salsa, que la arena de río y sus playas eran gruesas y oscuras, que crecía un cacao extraordinario, que también habían murales, que había incluso internet, cocineros, carretera, que lo sabíamos todo o que todo lo podíamos buscar. Resulta que ya no era tan temprano, apenas oscurecía, que nos tapaban árboles gigantes, que al frente nuestro habían unas montañas que nos miraban de noche, que estábamos bajando hacia el cuarto al lado del río, que abajo de nuestros pies las piedras eran las únicas que lograban enfriar el cuerpo sofocado, que los insectos caminaban a nuestros ritmos.  Resulta que los pastos se erizaban, que nuestros cuentos de cronopios bailaban con nosotros, que las famas tomaban un baño, que las esperanzas arreglaban nuestros cuartos, que el señor del mostrador había ido a tomar un refresco y Lucho, el del taxi, se encontraba doblando una esquina de la Plaza de Armas. 


Resulta que fue ahí. Fue ahí que a un viento fuerte se le ocurrió pasar entre las montañas, entre los botes, entre el taxi de Lucho y recorrió el río, la carretera, agarró fuerza en las pendientes, los rápidos y las caídas de agua. Y cuando llegó a nuestro refugio chocó contra los gigantes maderos, remeció sus hojas, hizo que sonaran como truenos, el cielo se hizo un poco oscuro, las aguas dejaron de correr por los canales y se ocultaron. Entonces, en breves segundos después de tal maretazo de aires, los mangos empezaron a caer. Los mangos golpearon el suelo, sin importarles si habían transeúntes. Se mezclaron con el viento y luego bailaron con el agua. Llovían mangos, llovían mangos y agua, llovían mangos, agua, truenos y rayos. Siempre con mangos. 


Primero nos refugiamos arriba y luego, esquivando el granizo dulce, nos hicimos paso hasta la habitación. Nos metimos a la cama mientras seguíamos escuchando como los mangos caían al techo, al camino, al río y rodaban por los montes. Inventé la historia de cómo los mangos alimentaban a los pueblos de las orillas de los ríos, y cómo sus aromas se desprendían y hacían que todos tengamos una textura y sabor meloso. Me inventé como el río subía y llegaba hasta el cuarto y cómo terminábamos al medio de las aguas, en un naufragio terrible y dulce. Inventé cómo el cielo nos iluminaba la noche de lluvia de mangos y como yo me escondía abajo de la sábana porque tenía miedo de tanta luz. 


Al despertar, seguíamos en el mismo cuarto. No nos habíamos inundado, ni los mangos roto el techo. Estábamos bien, a salvo, calientes como el aire, fresco luego de la lluvia. Estábamos mejor. Salimos, cogimos la fruta al paso y la llevamos al desayuno. Nos miramos, con la misma sonrisa cómplice del avión, y dos mangos cayeron y rodaron a nuestros sitios. Había sido cierto, había sido sorprendente, no era una historia de las ciudades ocultas de Colombia. Era una historia viva, sin libro, sin escritura. Tenía, además, mucho sentido. A Gabriel García Marquez le hubiera gustado verlo, no tengo duda que le pasaron cosas así. Pero algo era cierto, o el mundo estaba encantado aún, o habíamos sido nosotros a quiénes nos había acompañado el encantamiento. No lo sé. Pelamos la fruta, comimos, la lluvia de mangos nos acompañó a donde fuimos. A los pocos días tomamos el avión de vuelta.



Es curioso, cuando nos conocimos y empezamos a salir, un día me preguntó a qué sabía, y yo, sonrientemente, le había dicho que sabía a mango. 

domingo, 22 de noviembre de 2015

10.34pm puñal

Comienza como un punto en la parte superior del esternón, casi llegando al encuentro en las clavículas. Tengo la impresión que coincide con la sensación de no poder respirar. Esa que justo sucede en la hendidura del final del cuello. Si aprietas esa parte, puedes ahogar, o ahogarte. 
Ahí empieza, y luego crece como una flor abriéndose. Se expande al ritmo en que uno empieza pintar con un spray muy cerca del papel y va alejándolo poco a poco, difuminado. Cubre toda el área del pecho primero, encima de los pulmones. Pero no contento, de pronto aparece en los brazos, las manos y la parte inferior del vientre. Todo se contrae para saltar derrepente y se siente abajo del mentón como dos manos que te agarran el rostro y lo tiran hacia abajo. Respiras una vez, chico, como un espasmo, con cara de espanto, la frente arrugada, los crisoles húmedos, la garganta cerrada.
Entonces te quedas inmóvil, paralizado. Mueves los ojos y pasas saliva en un esfuerzo por liberarte, porque se acabe, finito, fin. Pero es difícil, no se va, nada lo calma. 

Así se sienten, la pena, la angustia, el miedo
Pero también un puñal,
especialmente cuando lo ves de frente
viniendo
y te prestas a esperarlo.







martes, 10 de noviembre de 2015

1.19am tregua

Oscuro estaba el pasillo
de tu pecho cerrado
y colgaba de él una línea de vida, cómoda y segura
como un trompo que gira al tirón del pabilo
dando las mismas notas
dando el mismo compás.
eterna, guapa, constante.

En el camino al frente tuyo me asomé,
en medio del olor a fresas y leche condensada
en el titileo del son cubano
en el paso del bolero impredecible
como una marea que mira de lejos
si acaso es esa la orilla
donde descansará mañana sus aguas.

No hubieron más que segundos
entre el candor de tus dedos delgados
y el remolino que se asienta en mi vereda

En cuatro tiempos colocaste tu mano en mi pecho
el lugar del dolor seco, limitado, encandecente
para mezclarte conmigo
para ahogarme presto en tu venida
para volar entre las calles, los puentes y los ríos
para sortear el tráfico apretado
y abrir un libro en medio de la calle
y dormir debajo de tu cama
y desenredar tus manos
y verlas convertidas en viento
y sentir el leve estupor que pasa por mi cuerpo quieto
llevándome con fuerza a descansar debajo tuyo
en tus piernas entrelazadas
en tu cuerpo tibio
en tu espalda de arcos suaves
que se sostienen en una armonía fugaz
que me prende
y te recuestas en mi
como si no hubiéramos vivido nunca
y esta vida prestada
nos hubiera vuelto sin aviso
y sabemos que es cierto
el olor a fruta
el dolor en el pecho
la sangre que brota sin parar
el temblor que mueve al mundo
y que hace que estemos en el mismo lugar
en el mismo eje
con la misma sombra
en el mismo compás
el mismo salón
el mismo baile
las mismas manos
y el mismo beso.